PAÍS NOSTALGIA: los busitos de la Centroamérica

Pasá adelante, Dennis, que a partir de hoy Radio House es tu casa. Para nosotros es un honor, y una alegría, que uno de los mejores poetas hondureños nos dé un poco de su inmenso talento con historias cargadas de recuerdos que llegan a tocarnos el alma. El debut no puede ser más nostálgico y bello: aquellos busitos en los que uno se sentaba en medio de las dos filas y quedaba apretado como sardinas.

 

Por DENNIS ÁVILA

Hace una década salí de Honduras. Eso, a mis treinta y cinco años, es la tercera parte de una vida. Una vida que –a pesar de todo– no abandona su memoria natal.

Soy escritor, pero también me considero un fotógrafo. Así, lo que escribo es un álbum familiar: poemas, cuentos, ensayos y novelas que, la mayor parte del tiempo, suceden en Honduras.

Siempre he querido sumar una columna de opinión a este álbum: partir de un archipiélago de ideas, organizarlas y plasmar un sólido bloque de tierra. Una columna que pueda servir de apoyo. Un pedazo de tierra en el cual podamos caer de pie.

Hoy, RADIOHOUSE, me abre sus puertas. Y me subo a un busito de la Colonia Centroamérica.

Para quienes no son de Tegucigalpa (o de Honduras), la Centroamérica es una colonia ubicada en una montaña, sobre la cual habitan cientos de casas llevadas hasta allí en helicóptero (no puede haber otra explicación), pues no me imagino camiones con arena, hierro, cemento o grava subiendo semejante cuesta. Por eso me resulta aún más extraordinario recordar los busitos de mi colonia, esos Transformers que, luego de ser abatidos, fueron ensamblados –chatarra mediante– para ponerlos a andar con su corazón de tractor.

¿En realidad existieron? ¿O fue un acto de la imaginación llevar nuestra cara en la ventana, descendiendo de la cima en donde muchos aprendimos la palabra hogar?

No estoy seguro, pero necesito pensar que estos busitos nunca perdieron los frenos; que el trayecto por Comayagüela hasta llegar al edificio del Ministerio de Educación siempre fue seguro, pasando por la Mayangle, después por el Colegio San Francisco, hasta estacionarnos unos segundos gloriosos frente a Pollos La Fogata, donde aquel aroma, veinte años después, aún nos activa el hambre. Esta fantasía terminaba cerca del Mamachepa, diagonal a Medicasa, para doblar dos cuadras después a la izquierda, y en minutos cruzar por Bellas Artes, listos para bordear el mercado hasta llegar al Puente Soberanía. O bien, si el bus se iba por Banadesa –tras bajar la Cuesta Lempira– desembocábamos en el Obelisco, allí donde hubo un cine, frente a las canchitas de básquet, cerquita de la Primera Avenida (la que pasa por detrás de la Librería Navarro), arteria vital de Comayagüela rumbo al Puente Mallol.

Entonces nos bajábamos a hacer lo que tuviéramos que hacer, pero antes nos deteníamos a contemplar las otras estaciones que tenían buses de verdad, esas ballenas de asfalto dadas de baja luego de ser buses escolares en Estados Unidos.

Cuántos dilemas con estos busitos armados a la fuerza, rompecabezas de lata que a mucha honra (y no tanta responsabilidad) insistían en llamarse nuestro transporte público; unidades provenientes del sueño de un chofer que un día quitaba una puerta para pintarla, y así se atrevía a transitar con pasajeros agarrados de los marcos, emulando la posición de los cobradores que gritaban la ruta, siempre con medio cuerpo afuera.

Qué generosa fue esta chatarra andante, pues nos llevaba a nuestro destino, ofreciéndonos la aventura de viajar como sardinas, atiborrados de nosotros, encurtidos en sudor.

Honduras es uno de estos busitos. Por más radio último modelo que nos pongan, por más rines de lujo, somos un país destartalado. Viajamos a un futuro que amenaza con perder el aceite o el líquido de frenos, un futuro que oculta los niveles de combustible, pues no hay tablero al que le importe nuestra sed.

A pesar de todo, no nos queda otra salida que volver a creer en un camino, aunque vayamos subiendo en primera esta montaña llamada Centroamérica, forzando el motor en busca de una cima que algunos –todavía– nos atrevemos a soñar.

FOTO PORTADA: CORBIS

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Dennis Ávila (Tegucigalpa, Honduras, 1981). Ha publicado los libros de poesía Algunos conceptos para entender la ternura (Sexta Vocal, 2005), con segunda edición en El Salvador (Leyes de Fuga, 2005); Quizás de los jamases (Editorial de la Universidad de Costa Rica, 2008), Geometría elemental (Casa de Poesía, 2014); La infancia es una película de culto (Ediciones Perro Azul, 2016), con segunda edición en el Proyecto Editorial La Chifurnia (El Salvador) y una tercera edición en Trabalis Editores (Puerto Rico); y Ropa Americana, publicado por Ediciones Amargord (Madrid, España, 2017).

Obtuvo el Premio Único en el Certamen de Cuento de la Universidad Pedagógica Nacional Francisco Morazán (2005) y la Mención Honorífica en el Premio de Narrativa Hibueras (2006). Ha participado en eventos literarios en Centroamérica, Puerto Rico, Cuba, Estados Unidos y España. Su poesía, parcialmente traducida al portugués, inglés, árabe e italiano, se encuentra seleccionada en importantes antologías de poesía latinoamericana.

FOTO DEL AUTOR: JULIA HENRÍQUEZ

Dennis Ávila (PAÍS NOSTALGIA, RADIOHOUSE), foto de Julia Henríquez