El taxi 1911 se mete en mi carril frente a Larach de El Prado y me hace frenar para evitar el choque.
¿Mi primera reacción? Mentarle mentalmente la madre al abusivo.
Pero el enojo se me pasa cuando veo que al timón va un señor de poco pelo. Le calculo unos 65 años. Quizás más.
Y se me viene la imagen serena de mi abuelo Ramón, el papá de mi mamá.
Tantos recuerdos, todos ellos bellos.
Mi abuelo en la hamaca.
Mi abuelo sentado en la silla, con un libro en la mano.
Mi abuelo en su recorrido por la casa, buscando desperfectos para arreglarlos.
Mi abuelo y sus relatos de las guerras civiles al lado del general Vicente Tosta.
Mi abuelo y sus historias como mecánico en los campos bananeros.
Mi abuelo y aquella casa de madera de dos pisos en el barrio Barandillas de San Pedro Sula.
Mi abuelo y cada sábado cuando regresaba de la mina y me traía unos vaqueritos que salían antes en las cajas de Corn-Flakes.
Mi abuelo y sus anteojos, sus dedos gruesos, la nariz larga, su amor hasta la muerte por mi abuela Esther, su voz fuerte, pero llena de calma, su caja de herramientas, las novelas del viejo oeste, las peleas de boxeo que vimos juntos, sus pantuflas cuadriculadas.
Mi abuelo y la cerveza Imperial en sus manos.
Mi abuelo y sus piernas, y yo sentado sobre ellas, pequeñito, cabezón.
Mi maestro de pelo gris y ojos nostálgicos.
El papá de los pollitos, y nosotros, sus nietos, correteando a su alrededor.
Mi abuelo y la misteriosa pistola .38 que, según decían mis tíos, sólo disparó una vez en su vida para callarle la boca a un intrépido que quiso humillarlo.
Mi abuelo…
¡Cuánto lo extraño!
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