Por: DENNIS ÁVILA/escritor hondureño
Aunque el 25 de enero se conmemora el Día de la Mujer Hondureña, hoy, 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, es urgente insistir en este objetivo: honrar al ser que sostiene el equilibrio del planeta.
De hecho, el título de este nueva entrega de País Nostalgia es un fragmento de un verso de Juana Pavón –Juana La Loca, tal como lo afirman ella y su poesía–, una mujer cuya historia debería ser llevada al cine, por su coraje, temple, libertad e, incluso, sufrimiento.
Al igual que Juana, en cada familia hondureña hay mujeres guerreras que han abierto la brecha para cambiar la historia. Es inminente profundizar en sus vidas, en la valentía de sus pasos. Es esencial respetarlas. Y aquí hemos fallado: mientras no entendamos (mujeres y hombres) el verdadero poder de la energía femenina, no tendremos una gota de esperanza.
La respuesta está en nuestras propias raíces; permítanme explicarme mejor: durante tres años he tenido la fortuna de acceder a conocimientos que tienen los pueblos originarios de América, respecto a la mujer. De esta forma, he aprendido argumentos fundamentales –como mencioné al principio– para concebir el equilibrio del planeta.
En este sentido, la mujer aporta sabiduría y visión; en su vientre habita la memoria de los ancestros, columna espiritual de la familia; su trabajo es integral, multidisciplinario e intelectual. Se dice que el agua de lluvia es energía masculina, por eso fecunda, verticalmente, la tierra; pero el agua horizontal, la de los ríos, la de los mares, la que sostiene, es energía femenina.
Así, deseo honrar a todas las mujeres maravillosas que conozco: a la mujer de la que nací, cuya ternura y fortaleza ha sido un verdadero regalo para entender la integridad; a la mujer que amo y con la que he disfrutado los diez mejores años de mi vida; a mis hermanas, tías, suegra, cuñadas y amigas, por la luz de su camino; y a mis abuelas, de quien les voy a hablar.
Me llena de felicidad saber que soy una de sus semillas. Tuve el inmenso honor de crecer muy cerca de ellas. Ambas se quedaron sin su compañero, muy pronto: una, porque su unión no funcionó; la otra, porque su esposo fue asesinado en 1976. La primera, ya está en las estrellas. Mi otra abuela aún vive. De las dos aprendí la paz, a pesar de la guerra de sus días.
Comenzaré por la madre de mi padre, mi abuela Tinita, quien nació en 1914 y falleció a los 91 años. Su vida podría resumirse en dos pilares: una inmensa vocación para la paciencia y un carisma trascendental. Digo esto y la escucho cantar, sola, en el patio, un tango de Gardel.
Pienso en ella y recuerdo una anécdota maravillosa que me obsequió el día que presenté mi primer libro; en plena lectura de poesía, ambos nos comunicamos telepáticamente, y estuvimos de acuerdo en romper el hielo. Desde aquel escenario, le pregunté: <<abuela, ¿recuerda el nombre de los huesitos del oído?>>. Ella, en su silla de ruedas, y con sus bellas trenzas blancas, respondió: <<martillo, yunque, lenticular y estribo>>. Los aplausos del público aún bañan de armonía mis tímpanos.
Da gusto escuchar a sus tres hijos referirse a su madre con gratitud. Mi papá, en la siguiente frase, resume lo bien que ella supo vivir: <<pienso en las limitaciones que tuvimos y todavía me parece increíble que mi mamá nunca se quejó>>.
Mi otra abuela, tras quedar viuda, tuvo que salir huyendo hacia Tegucigalpa, con diez hijos (adolescentes y niños aún). Aunque este triste episodio sucedió hace 40 años, ella, con nueve décadas de vida, aún revive los acontecimientos con lucidez. Es una mujer extraordinaria, una abuela consejera, una abuela amiga; líder de una familia que la ama y aprende de su enorme talento para conversar y ser ecuánime. Mi Tita sabe ponerse de acuerdo porque respeta a los demás, habla con prudencia y siempre escucha lo que le dicta su corazón.
Gracias, abuelas. Ahora, con su permiso, debo mencionar a una mujer cuyo nombre y apellido marcó un antes y un después en la preservación de la naturaleza, en los derechos de los pueblos originarios, en la esencia misma de ser mujer: Berta Cáceres. Ella vive en la memoria de todos los pueblos y ríos que piden a gritos ser salvados. A pesar de su muerte, su legado pertenece a la transparencia del agua. La lucha que ella emprendió –y su vigencia– merece el más absoluto respeto y agradecimiento.
Su muerte no puede quedar en vano, y en este día, en donde más que conmemorar, millones de mujeres y hombres nos unimos para elevar un rezo por su dignidad, por su paz y seguridad, en donde millones de seres humanos entramos en armonía con la conciencia para que se detengan los feminicidios y la guerra psicológica contra su naturaleza, fuerza y todas sus facultades intrínsecas.
No olvidemos, nunca, la importancia del agua horizontal que aporta la energía femenina y agradezcamos que no se lastimen más mujeres, que no se maltraten, que se les respete y que se honre en este acto el equilibrio del planeta.
Como describí en mi columna anterior, crecí en una colonia situada en una montaña. Allí había un mirador que visitábamos para encontrarnos con el verde luminoso que existió alguna vez en Tegucigalpa. De aquel paisaje recuerdo dos cerros que parecían los pechos de una mujer; al respecto, mis ojos de niño me dictan lo siguiente: ella algún día despertará.
Esa mujer dormida está en los ojos de las mujeres y los hombres que diariamente repudiamos el machismo, por eso, con este entendimiento, llamamos madre a nuestra tierra. Hoy más que nunca, me honra saber que esos pechos –ahora poblados de casas–, dan sentido a las palabras de la poeta Juana Pavón, a su legado: habernos enseñado que Honduras tiene nombre de mujer.
FOTO de Leonel Estrada (mujer lenca en San Marcos de la Sierra, Intibucá).