Quiero aplaudir, pero la emoción no me lo permite. “Un saludo al maestro Guillermo Anderson hasta el cielo”, pide el joven artista que canta antes de que José Luis Perales suba al escenario.
El Palacio de los Deportes de la U de Tegucigalpa retumba con la ovación.
Una corriente de muchas emociones sube por mis piernas y me paraliza, mientras se me viene a la cabeza la idea que quizás Guillermo nunca supo cuánto lo amábamos.
Y se lo digo: “Mire cuánto cariño se le tiene”.
Luego, el público canta a una sola voz EL ENCARGUITO y EN MI PAÍS. Es demasiado y debo cerrar los ojos con fuerza para no llorar.
Por eso es que no voy a los conciertos-homenajes a Guillermo, pues no quiero quebrarme emocionalmente.
Porque yo también amo a Guillermo y él lo sabe.
Lo sabe porque Chago, El Pobre Marinero, Pepe Goles, María Dolores, Capitán Morris, La Cipota de Barrio y El Cusuco se lo han contado.
Sé que lo sabe porque todos los días me ve cuando introduzco en el equipo de sonido de mi cuarto o del carro algún CD suyo.
Pero yo también sé que Guillermo no se fue del todo, y que está presente en los ríos, en las montañas, en las selvas, en las aves, en la cultura garífuna que él dio a conocer como nadie más lo ha hecho, y en un canto de amor permanente que no se doblega ante la fuerza del pesimismo.
¡Está presente en la esperanza que aún hay en Honduras!
Guillermo zarpó prematuramente del puerto de la vida para convertirse en una voz profética que entre los acordes de una guitarra nos empuja a la lucha de construir un país mejor.
No es fácil entender esa necedad suya de amar tanto a Honduras, en medio de tantas cosas malas. Cuesta descifrar esa forma tan extraña de ver el mundo.
Pues Guillermo tenía alma y corazón de niño, y por eso es uno de esos escasos hondureños que encuentra luz en la oscuridad; alegría en la tristeza; fe en la desesperanza; sol entre las tormentas; bosques en medio de la deforestación.
No, no es fácil entender a alguien como Guillermo, quien no fue, sin embargo, un soñador iluso.
Escribió con esperanza, sí, pero tampoco estaba ciego a la dolorosa realidad de su país.
Su canción Un país mejor es un claro ejemplo: “No crea que no tengo mis momentos de gran tristeza y sufro el desconsuelo de ver a los que abusan de este suelo con menos precio y cínica maldad”.
Y luego, la fe se impone una vez más: “No se le olvide que en esta tierra es más la gente buena, que aquella que le trae dolor y pena, no se le olvide que este es lugar; no se le olvide que somos más los que creemos que con amor y trabajo crecemos”.
En lo personal, su ausencia física me duele. Lo extraño muchísimo, pero también le estoy agradecido porque sus canciones llenan mi alma de luz.
Hoy, Guillermo Anderson cumple 55 años de edad. Y estoy seguro que en algún lugar, tal vez a la orilla del mar, quizás en las profundidades de la montaña, armará una pachanga y su voz llegará suavemente a nuestros oídos.
Hoy, más que nunca, necesitamos más hondureños como Guillermo Anderson.