“En Cuba no hay prostitutas”, le repetí a mi mamá, mientras el bus nos llevaba a un hotel de La Habana. “¡Eso es imposible”, me contestó ella. “Pues ya ve… Difícil de creer, pero así es”, respondí.
Unas horas antes de aquel domingo, justo cuando el avión que me llevaría a La Habana empezaba a levantarse de la pista de Toncontín, el Nene Obando le metía un gol de penal a Canadá.
Era el año de 1992, y Honduras terminó empatando 2 a 2 en su propia casa.
Yo era militante en ese entonces de la Fuerza Universitaria Revolucionaria (FUR), y Fidel era, junto al Che Guevara, uno de mis personajes favoritos.
Así que antes de viajar había leído dos veces el libro 80 horas del periodista italiano Gianni Minna.
Allí, entre otras cosas, el Comandante aseguraba que en Cuba no había jineteras. Es decir, putas.
Durante el vuelo le conté a mi mamá que, efectivamente, íbamos a un país sin putas, pero que, además, era un ejemplo mundial en educación y su cero analfabetismo; salud; deportes, cultura y programas sociales.
Durante ese viaje, conocí las cosas buenas y las cosas malas de Cuba; a los simpatizantes de Fidel y a los que los adversaban.
Recuerdo a la gerente de un hotel de la zona turística de Varadero que no tuvo ningún rodeo para hablar de su odio por el “dictador”.
“Lo detesto… Es lo peor que nos pudo haber pasado”, me dijo. Pero luego se arrancó con un largo monólogo en el que dejó claras también todas las cualidades que Fidel tenía como líder.
“Es un hombre inteligente, valiente, amoroso con su pueblo…”, diría la gerente.
“¿Cómo es Fidel?”, le preguntamos a una guía, mientras el bus nos llevaba a La Habana Vieja.
Primero dio un largo suspiro y dijo: “Es altito, bonito, sus manitas son blanquitas, tiene pequitas, es como nuestro padre… Yo estuve con él de cerca una vez, cuando un huracán, me abrazó y yo me puse a llorar”.
“Cuando muera me volveré loca, porque yo soy su hijita”, agregó.
Así hablaba del hombre al que los gringos (y hay que odiarlos por eso), quisieron matar de mil maneras.
Todo era ito e ita: blanquito, altito, blanquitas, pequitas, hijitas… Dicho con ternura. Con amor.
Los estudiantes de la Universidad Nacional lo adoraban. También los trabajadores. Y los atletas. Y los niños. Y los viejos.
Claro, había aquellos que lo detestaban, porque la Revolución también tuvo –y tiene- sus fallas, pero no seré yo quien le haga una crítica. Siendo de Honduras, que es un país con más problemas que Cuba, no puedo tirar la primera piedra.
Pero hay muchas cosas, comenzando por la solidaridad por el prójimo, que podemos aprender de los cubanos.
En aquel viaje vi carros viejos que no se detuvieron en el tiempo gracias al ingenio de los cubanos.
Vi a un muchacho que recorrió varios kilómetros en bicicleta porque yo le había prometido una camisa y un pantalón.
Vi a homosexuales que debatían fuertemente en las calles, rodeados de jóvenes comunistas que los discriminaban y perseguían.
Vi a un pueblo orgulloso que le hacía frente al embargo (por esto hay que odiar el doble a los gringos), que durante décadas le ha cortado la respiración a la isla, pero nunca pudo asfixiarla.
“Este año cae Fidel, este año cae Fidel”, han repetido durante años aquellos que lo odian, entre ellos el periodista Andrés Oppenheimer, el exilio cubano que vive en Miami y en otras partes del mundo.
Hoy disfrutan su victoria de profetas sectarios.
¿Se equivocó Fidel? Claro que sí. ¡Era ser humano! Pero también hizo cosas grandes que lo convirtieron en un personaje como pocos.
¿Y los cubanos que se van en balsas hacia Estados Unidos? -preguntarán algunos.
¿Y los hondureños que cruzan el camino de muerte de Guatemala y México hacia Estados Unidos? -les responderé.
Fin de la historia: Apenas me bajé del autobús, en aquel viaje de 1992 a La Habana, una morena enorme me agarró del brazo en la acera del hotel. “Papito, ¿quieres hacer el amor?”, preguntó. ¡Era una prostituta!
“No”, le dije, al tiempo que lograba zafarme. Entré al lobby, y hasta allí llegaron las carcajadas de mi madre…