-Decile al negrito que se suba -dijo la mujer emperifollada y poblada de anillos y aretes.
-No es necesario -dijo Guillermo, tomando su guitarra.
-Ahhh… ¿Anda algo para abrir el concierto? -preguntó la mujer.
-¡No! Se cancela por negrito! -le dijo Guillermo.
(Anécdota contada por el artista José Yeco, amigo de Guillermo Anderson).
¿Qué posibilidades había que un hombre blanco y con apellido inglés se ganara el corazón de la usualmente desconfiada -desconfianza que nace luego de siglos de atropellos, marginamientos, discriminación, abusos-, comunidad garífuna de Honduras?
Muy pocas. O ninguna.
Pero Guillermo Anderson supo ganarse el corazón de esta cultura que solo acepta la amistad de aquellos que son genuinos, sinceros y que no quiere joderla ni aprovecharse de ella.
¿Cómo lo logró? ¡Con amor! Siendo genuino.
Recuerdo las críticas que le hacían a Guillermo en sus inicios de cantautor por su decisión de incorporar los ritmos negros -deliciosos, profundos, enigmáticos, parranderos, ancestrales-, en su repertorio.
Sin embargo, eso no detuvo a Guillermo, quien era empujado por la fuerza de ese amor que siempre sintió por la cultura garífuna.
Sin saberlo, ese amor lo llevaría a convertirse en el mejor embajador que los garífunas han tenido por el mundo en las últimas décadas, pues dio a conocer en sus canciones su rica cultura, sus ritmos, comida, lenguaje, sus creencias, sus tradiciones.
“Guillermo es un garífuna más”, dice el periodista Kenny Castillo.
Kenny, editor del blog garífuna más importante de Honduras (kennycastillo.blogspot.com), agrega que “Guillermo fue original y auténtico con sus sentimientos sobre nuestra música”.
Su trato era el de un garifuna más, no el de un extraño, estudió y aprendió de nuestra cultura, cantó varias canciones en un garífuna perfecto -dice Kenny-, su música tiene una base garifuna.
Y no me extrañaría que alguna canción garífuna nos cuente algún día la historia de un santo blanco que camina por las playas de Corozal y luego se sienta a la orilla del mar y se pone a cantar.