Setenta y siete años y aún empuja la carreta

Las manos del paletero están tostadas por el sol y llenas de arrugas y la artritis ha deformado los diez dedos con los que hace sonar las cuatro campanas de la carreta.

El paletero va encorvado por las calles de la colonia 15 de Septiembre de Tegucigalpa. Camina con lentitud, casi en cámara lenta.

Gorra desteñida, pantalón flojo.

Se llama Dionisio Ramírez. Tiene los ojos pequeños, pero llenos de dulzura.

¿Cuántos años tendrá? Se rasca la cabeza, como si frotara la lámpara maravillosa de la que saca fechas y recuerdos. “Gracias a la voluntad del Padre Celestial tengo par de sietes”, dice con una sonrisa.

Setenta y siete. Esa es su edad.

Suena la campana, mientras pasa frente a la iglesia. Nadie sale de sus casas a comprarle. ¿Qué se hicieron los niños? ¿Dónde están? ¿Qué fue de aquellas voces chillonas que gritaban “Papá, papá, comprame una paleta”?

Una gemela de fresa.

O una rellena de chocolate.

Tal vez un cono…

¿Te acordás cuando estabas pequeño y el paletero abría la tapa y vos metías tu mano en aquel pequeño mundo congelado y empezabas a revolverlo todo hasta que encontrabas tu sabor favorito?

Pero los paleteros ya no provocan la misma alegría de antes, y ya nadie escucha el repique de las campanas, porque ahora pasamos congelados en el mundo del Facebook, del WhatsApp y del Play.

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Sin embargo, el paletero no se queja. “A veces me hago mis doscientos o cien pesitos diarios… Aunque no es mucho, ajusta… Y allí vamos”, dice don Dionisio.

La venta de paletas le sirve para pagar los seiscientos lempiras por el alquilar un pequeño cuarto allá por Altos de Toncontín. “Ya ve, Dios nunca me desampara… ¡Yo soy un hijo del Altísimo”.

Luego me agarra del brazo derecho, levanta una de sus manos al cielo y con memoria prodigiosa recita versículos y personaje bíblicos.

“Mira las aves del cielo, no siembran, no siegan ni cosechan en granero, pero tu Padre Celestial las alimenta”, dice don Dionisio. Y luego menciona a Daniel, David, Elías, Juan el Bautista…

Profeta de pequeña estatura, su voz es suave, dulce.

Mire -abre sus manos-, aquí me tiene mi Dios, con salud. Eso es lo importante.

Igual conmueve verlo con los brazos estirados, las venas a punto de estallar, su cuerpo hecho un arco, mientras mueve esa pequeña carreta que para él es como un muro de concreto sobre llantas.

Vive solo y tiene un hijo al que ve de vez en cuando. Los fines de semana va a la iglesia.

Allí alimenta su espíritu y fortalece su fe.

Esa fe que no le ayuda para mover montañas, pero sí para empujar la carreta de paletas por la calle principal de la 15 de Septiembre de Tegucigalpa.

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