¿Hizo bien Sean Penn al entrevistar a uno de los hombres más violentos y sangrientos de los últimos años? ¿O hay que aplaudirle su iniciativa de buscar a este escurridizo personaje que ridiculizó al gobierno mexicano?
La periodista Eileen Truax nos da su visión en este interesante artículo en el que despedaza de Penn. Ella nació en México, pero desde 2004 vive en Estados Unidos. Es colaboradora de la revista Gatopardo en Los Ángeles y de Hoy Los Ángeles, Proceso y El Universal, entre otras publicaciones.
Por Eileen Trax
El fin de semana yo también, como ustedes, quedé pasmada: Sean Penn, o Kate del Castillo, o los dos, habían entrevistado a El Chapo Guzmán y lo había publicado la revista Rolling Stone. Y al igual que ustedes, al principio pensé que era una broma.
Tal vez era una nota de uno de esos sitios de información paródica como The Onion o El Deforma; o quizá era un artículo de ficción en el que Penn, haciendo alarde de creatividad, imaginaba una conversación con el recién capturado capo.
Tuve que abrir la nota en el sitio web de la revista y empezarla a leer para, ya muy avanzada la lectura, entender lo que pasaba ahí: el actor Sean Penn se encontró con El Chapo en su escondite en un pueblo de México para conversar con él; la actriz Kate del Castillo fungió como su “fixer” y, tras un largo, larguísimo texto en el que Penn nos cuenta a detalle los pormenores de su primer –y único– encuentro con el narcotraficante, al final nos da unas líneas de “entrevista” con Joaquín Guzmán Loera en formato pregunta-respuesta, obtenidas mediante el envío de preguntas a través de una Blackberry, y de respuestas en un mal video casero en donde el entrevistado no dice nada, pero de veras nada relevante.
No importa. Sean Penn vio a El Chapo, estuvo con él, comieron, bebieron, compartieron una velada. Uno de los hombres más buscados del mundo, a quien ni el gobierno mexicano ni el de Estados Unidos habían encontrado tras su segunda fuga de prisión, se sentaba con un actor gringo de Hollywood y una actriz telenovelera mexicana, y les permitía el acceso a su guarida en plena huida de la autoridad.
Sobra decir que los comentarios en redes sociales y por parte de editorialistas empezaron a caer. La burla para el gobierno mexicano, que buscaba al capo sin éxito mientras un güero venía del otro lado y se sentaba a echar trago con él.
La ofensa para los periodistas “de verdad” que, anhelantes de lograr la entrevista que les daría fama y fortuna, vieron cómo les comió el mandado un fulano que ni siquiera habla español. Los correctos y comprometidos, denunciando la apología del delito reforzada por la publicación. Los moralistas, que gozaron al enterarse de que la captura del narcotraficante supuestamente habría sido acelerada tras las pistas que dejo la visita de los actores a El Chapo por el supuesto deseo del capo de hacer una película de su vida: “el ego fue su perdición”.
A mí se me revolvía el estómago y no atinaba a explicar por qué, hasta que llegué a un comentario posteado en Facebook por Everard Mead, director del Trans-Border Institute de San Diego. Las letras de Ev resonaron como un wong en mi cabeza: lo que más me molesta del artículo de Penn, es su síndrome del ugly American.
El término “The Ugly American”, de uso muy extendido entre ciertos grupos de Estados Unidos, hace alusión al libro del mismo nombre publicado a finales de los años cincuenta, en el que se retrata la falta de tacto de los diplomáticos estadounidenses en otros países y su poca sensibilidad para entender otras culturas, costumbres e idiomas, todo en el marco de la Guerra Fría.
Actualmente, el término se utiliza simplemente para describir la actitud del gringo que viaja a otros sitios cargado de prejuicios y clichés, y no hace más que reproducirlos en su intento por “conocer”, en un afán aventurero, o incluso salvador.
Ev hizo una lista de los típicos rasgos del ugly American –permítame el lector hacer una traducción libre del término: gringo culero–, todos impecablemente plasmados en el texto de Penn. El actor habla de tequila en varias ocasiones porque, ya saben, si la cosa transcurre en México, tiene que haber tequila.
Además del tequila, hay cervezas: Penn admite que no habla español, pero asegura que lo entiende mejor después de “unas cuantas cervezas” (¿a cuántos gringos hemos visto en los bares convencidos de que, ahora sí, están hablando español?).
En toda la situación, Penn parece confundir la realidad con la ficción: compara a El Chapo con Tony Montana, el personaje interpretado por Al Pacino en la película Scarface. Penn también se sorprende al darse cuenta de que quienes rodean a Guzmán no tienen la apariencia de Danny Trejo, el actor estadounidense de apariencia ruda que interpreta a un asesino conocido como Machete.
Penn, héroe de película que no desaprovecha la oportunidad para hablarnos de las ciudades a las que viaja y de las personalidades a las que conoce, dedica varios párrafos a relatar la serie de riesgos que corrió para encontrarse con El Chapo. Fue trasladado sin saber su destino, cuestionándose si la DEA y el gobierno mexicano lo estarían siguiendo. Fue conducido en un auto a exceso de velocidad.
Fue llevado a un sitio desconocido donde, como si no se le hubiera ocurrido antes, de pronto se da cuenta de que puede ser asesinado y descuartizado –qué cosas: esta idea le cruza por la mente justo cuando está orinando, de manera que tenemos que leer sobre sus preocupaciones con respecto a su pene.
Penn, el hombre que en los últimos años se ha vendido como activista, enarbolando causas vinculadas con los derechos humanos, es incapaz de dimensionar su rol en la “película” que está viviendo. Él no es un periodista; si lo fuera, tal vez sí estaría en peligro, como los cientos de periodistas locales que en su cobertura del narcotráfico han sido asediados, amenazados, secuestrados, asesinados, descuartizados, desaparecidos; ignora el hecho de que el pasaporte azul en su bolsillo le da una inmunidad de la que ningún periodista mexicano goza.
Él no está ahí por mérito propio, ni por su extraordinaria astucia: quien llega a El Chapo Guzmán lo hace porque El Chapo Guzmán así lo quiere, y de la manera que él quiere. Penn no conoce la realidad de México, el dolor de los mexicanos: pregunta al narcotraficante si las drogas tienen efectos destructivos en quien las consume (duh!), pero no menciona los más de 100 mil muertos que ese negocio ha costado al país.
En sus respuestas, El Chapo asegura que él sólo se defiende, nunca ataca; el autor del artículo nos pasa esta afirmación tal cual, sin contexto alguno.
Penn hace un mea culpa reconociendo que la demanda estadounidense es un factor para que la industria de las drogas funcione, pero sucumbe a la tentación de reconocer el éxito en el modelo de negocio de Guzmán. “Cualquiera que sea el crimen que se atribuye a este hombre (…) él es también un mexicano humilde, rural, cuya percepción de su lugar en el mundo ofrece una mirada al misterio de la disparidad cultural”.
No menciona que en este medio rural de producción de estupefacientes resultan indispensables la violencia y la corrupción para mantener el control de las plazas, y que dicha producción depende del trabajo forzado de miles de hombres bajo el control de los carteles.
Tras hacer un par de lecturas de la pieza, me parece que el asunto no es si Penn hizo un trabajo periodístico o no; ni si tenía derecho a hacerlo. Lo que indigna es que una publicación seria, con editores profesionales, haya publicado una pieza en la que Sean Penn otorga a Guzmán Loera la mirada del ugly American; una pieza que no revela nada nuevo, que da por resultado el reforzamiento de los estereotipos del crimen organizado y del narcotraficante Robin Hood. Penn pretendió acercarse y conocer, pero en realidad no vio nada; Rolling Stone publicó la pieza en aras de la venta fácil en un momento coyuntural.
Sin darse cuenta, tanto la revista como el gringo culero, reforzaron también su propio estereotipo de un Hollywood hueco y desconectado de la realidad.